Nadia 27 años, casada.

     Hace algún tiempo tuve un problema con mi pareja y decidí que no podría resolverlo yo sola. Definitivamente necesitaba urgentemente ayuda terapéutica, aunque tardé un tiempo en descolgar el teléfono y pedir una consulta. No conociendo a nadie que pudiera darme una recomendación confiable, tomé el directorio telefónico. Sólo me fijé en dos cosas: que el terapeuta tuviera un consultorio cercano a mi casa y que fuera psiquiatra.

    Prefería que fuera una mujer porque pensé que eso me facilitaría la comunicación. Para mí siempre ha sido más fácil hablar de cosas íntimas con personas de mi propio sexo.

    Respeto mucho a los psicólogos, pero sé que muchos problemas emocionales pueden tener su causa en simples trastornos fisiológicos y viceversa. Un niño pequeño puede estar de pésimo humor simplemente porque tiene hambre o no ha dormido bien.

    Un adulto puede sentirse muy mal por una alergia a algún alimento que ingiere diariamente sin sospechar cuál es a causa de su malestar. Viceversa: un problema emocional puede ocasionar una colitis o una reacción cutánea.

    Yo quería tratar a fondo mi problema. Una vez hecha la elección en la guía telefónica, hablé un poco temerosa de equivocarme y de que el precio de la consulta fuese muy elevado. La misma doctora Hinojosa me contestó. Me asombró encontrar desde la primera llamada una atención personalizada y sincera. Al terminar la primera cita ya empecé a sentirme mejor. Me gustó que durara casi una hora porque pude exponer con calma mi problema.

    Como pasa frecuentemente, me enteré de que el problema que en ese momento me acuciaba era resultado de otros más profundos. Lo que era distinto de la Dra. Hinojosa es que ella estaba convencida de que podían tratarse y resolverse las cuestiones más radicales y no simplemente los padecimientos temporales que suelen llevarnos a consulta. Creo que, en general, tenía razón, y lo puedo decir casi con certeza después de algunos meses de tratamiento.

    Al principio me costó trabajo habituarme a un ejercicio de reflexión semanal que estaba centrado en balances emocionales y no en los criterios que yo había usado hasta entonces. Poco a poco fui concibiendo las cosas de otra manera al grado de que los objetivos del proceso terapéutico fueron cambiando.

    Más que resolver mi problema inicial, dejó de ser importante para mí. Bueno, la verdad es que sí lo resolví, en cierto modo, pero tuve logros mucho más espectaculares. Lo curioso es que esas modificaciones de perspectiva aparecían durante la sesión, pero yo volvía rápidamente a mis patrones de pensamiento habituales. Sin embargo, de un momento a otro, cuando menos me lo esperaba, una mañana al despertarme o al llegar al trabajo ya no veía las cosas de la misma manera.

    Esos cambios súbitos e inesperados me entusiasmaban, sobre todo porque yo no podía prever la dirección que tomaría mi pensamiento. ‘Aprendí’ muchas cosas aunque, por supuesto, no me refiero a un proceso intelectual. Permítaseme mencionar dos de esas lecciones. Una es que tenía una GRAN enemiga en la terapia: yo misma. El principal problema siempre fui yo. Quiero decir que transformaciones relativamente simples encuentran un gran obstáculo: una inmensa resistencia al cambio. Era yo misma la que me oponía a que algo cambiara, con todo y que superficialmente (y también en lo más profundo) deseaba cambiar. Una construye una coraza, lo que algún autor llama ‘inmunidad al cambio’, un sistema de defensa para seguir siempre respondiendo con las mismas viejas estrategias a los mismos problemas con una constante falta de resultados.

    Fui yo quien alargó el tratamiento. Un geniecillo en mi cabeza se resistía al cambio y hacía esfuerzos por desanimarme y regresarme a la zona de confort, al miedo. Aprendí a verlo, a saludarlo, a bromear con él: Al “no puedes, nunca has servido para eso. Es muy arriesgado para ti” contestaba “¡ah! Otra vez tú. Ya me extrañaba que no te hubiera visto estos días”. Su truco: construye monstruos verdaderamente ridículos y trata de desalentarnos.

    Una vez que desarticulé ese mecanismo psicológico, muchos obstáculos desaparecieron. Tal vez las cosas hayan sido más complicadas. Yo sólo hablo de mi impresión. Una segunda enseñanza me quedó para siempre: mientras que el dolor, como la alegría, va y viene, el sufrimiento (con algunas contadas excepciones) es una opción.

    En casi todos los casos, el individuo se aferra a su dolor y, por ello, sufre. A eso se refería el lema de la Dra. Hinojosa: ‘¿Por qué sufrir? Hay solución’ Desde luego, ella nunca me dijo eso. Dejó que yo lo descubriera y, como dije, no de forma intelectual.

    En realidad la terapia con ella fue un proceso apasionante que continúa en mí aún después de que el tratamiento terminó. Aún ahora mucho tiempo después me sorprenden cambios en mi conducta, que empiezan súbitamente pero se quedan para siempre. Por ello, tengo una deuda de por vida con la doctora Laura Hinojosa. Sin duda, su terapia ha cambiado mi vida y todavía no puedo decir qué excitantes transformaciones me aguardan.